Eso fue lo único que dijo, pero Mariana vio
aprobación, regocijo incluso en el apuesto rostro de Peter.
Sintió que los dedos de él le retiraban un
mechón de su cara, y vio como su boca se acercaba a la de ella poco a poco. Se
sintió hipnotizada, incapaz de resistirse. En el momento llegó el contacto,
algo en ella se inflamó, arrancándola de sí misma y llevándola a un lugar
desconocido del que nada sabía, pero en el que solo el placer estaba permitido.
Sintió cómo él profundizaba el beso, acariciando
la cavidad de su boca con la lengua, y respondió con la misma pasión, ajena al
decoro que le habían inculcado. Corresponder al ardor de él con la misma fuerza
era lo natural, la única opción posible. Tampoco protestó cuando posó las manos
sobre sus senos, que ardieron ante la caricia y le pidieron en silencio mayor
intimidad.
Ayudó, incluso, cuando Peter le bajó el
corpiño hasta la cintura, y se sintió liberada cuando oyó la tela de la
camisola rasgarse, dejando al descubierto su piel desnuda.
A partir de ese momento ella dejó de ser
Mariana Espósito, convirtiéndose en la esclava de las pasiones de Peter.
Peter sabía que debía ir despacio, pero la
apasionada respuesta de Mariana le estaba llevando indefectiblemente a la
locura. La urgencia en las caricias de la joven, cuyas manos vagaban a placer
por su torso, le estaban trastornando. Intentó contenerse, detenerse en sus
senos y acariciarlos con la boca, pero la pequeña mano de ella se cerró sobre
su erección, curiosa, y él ya no pudo resistirse.
Le desabrochó el resto del vestido, y lo dejó
caer al suelo sin miramientos, tirando de la camisola medio rota, que siguió el
mismo camino. Ella se quedó desnuda, solo con las medias y los zapatos puestos,
traspuesta de deseo. Antes de que la muchacha se diera cuenta de su precaria
situación y reaccionara con pudor, la tomó en brazos, le dedicó un húmedo beso
y la tendió sobre el colchón, le quitó lo poco que le quedaba puesto,
colocándose él encima, cubriéndola con su poderoso y excitado cuerpo.
Mariana apenas fue consciente de que la
trasportaban a la cama, y de que la descalzaban y terminaban de desvestir.
Estaba desnuda frente a Peter, un hombre al que no amaba y que despreciaba pro
haberla obligado a casarse, un hombre que no era Gastón, pero a pesar de que su
mente supiera todo eso, su cuerpo, ajeno a cualquier razonamiento, se dejaba
amar por las caricias, por los besos de su esposo.
Sintió como él se alejaba por un momento, y
su ausencia le arrancó un sollozo.
Abrió los ojos y le miró, suplicante.
Solo el hecho de que él se estuviera
desnudando también la consoló. Pudo ver su torso, duro como el granito, sus
musculosas piernas, y la clara evidencia de su deseo. La temperatura de la
habitación subió dos grados, y el joven cuerpo de ella, cimbreante, comenzó a
removerse, inquieto, pidiendo más, sin saber exactamente qué necesitaba.
Peter se dedicó con fruición y disciplina a
prepararla para él. Le acarició los senos, la cintura, y siguió bajando hasta
su femenino centro, sintiéndola húmeda, insistiendo hasta llevarla al borde del
éxtasis, hasta que ella le suplicó en un sollozo que calmara sus ansias. Sólo
entonces se permitió llegar un poco más lejos, y con infinita suavidad,
haciendo gala de toda su fuerza de voluntad, la penetró cuidadoso de causarle el
menor dolor posible.
Ella sintió una punzada de dolor en su
interior y trató de separarse, pero las manos de él le aferraron las caderas
como tenazas de hierro, impidiéndole apartarse, dejando que su suave cuerpo se
relajara unido al cuerpo de él.
Cuando Peter comenzó a balancearse dentro de
ella, Mariana se maravilló con las sensaciones nuevas que le abrumaban, y casi
sin querer buscó acomodarse al mismo ritmo, buscando liberar inconscientemente
el volcán que parecía rugir dentro de ella.
A petición de sus movimientos, Peter aceleró sus embestidas, hasta que la sintió. Notó como el cuerpo de ella se tensaba, escuchó su gemido de liberación, sintió como se desplomaba sobre el colchón, inerte, y justo entonces se dejó ir él, gritando también cuando el éxtasis más increíble que nunca hubiera experimentado, lo traspasó.
Exhausto y sin sentido, se dejó caer al lado
de ella, sabiendo que ninguna fuerza, divina o humana, lograría separarle ya de
su amada esposa.
No después de aquella noche.
A la mañana siguiente a Mariana le costó abrir los ojos. Se sentía lánguida y extrañamente cansada. Poco a poco a su mente comenzaron a acudir las apasionadas escenas de la noche anterior y sintiéndose despierta de golpe se incorporó en la cama.
Con alivio observó que Peter no estaba junto
a ella pero unas manchas rosadas en las sábanas daban buena fe de lo que allí
había sucedido durante la noche.
A su pesar, Mariana no pudo evitar
ruborizarse recordando las imágenes de lo ocurrido y una vergüenza, espesa y
ardiente, se fue infiltrando en sus venas.
Se había jurado a si misma que no cedería
ante la arrogancia de Peter, que no aceptaría sumisamente ese matrimonio
impuesto, que nunca abandonaría la esperanza de poder estar con Gastón, su
verdadero amor; y había bastado una mirada ardiente de su esposo, unas pocas
caricias y ella se había derretido como cera caliente.
No podía explicarse a sí misma lo sucedido,
no lograba entender la claudicación de su cuerpo y la única justificación que
le venía a la mente era el cansancio que sentía y el horrible trauma de verse
casada en contra de su voluntad unidos a su inexperiencia.
Así, su esposo –el nombre se le atragantaba-
había conseguido anular por completo su fuerza de voluntad con malas artes,
aprendidas sin duda alguna en los burdeles o con sus múltiples amantes, si
tenía que hacer caso a las malas lenguas.
¡Ah! Pero Peter se equivocaba si pensaba que
ella sería una más. Había ganado una batalla pero la victoria final le
pertenecería a ella. Si esperaba encontrar a una mujer sumisa y rendida a sus
encantos se iba a llevar una gran desilusión; lo ocurrido la noche anterior no
volvería a repetirse. Ahora Inés estaría preparada y no se dejaría mancillar
nunca más por un esposo al que detestaba; si Peter insistía en ejercer sus derechos
maritales encontraría una mujer fría y reticente en el lecho. Y al pensar esto
volvió a su mente la entrega apasionada de su cuero y con horror notó como una
punzada de deseo licuaba sus entrañas. Horrorizada luchó por combatirla hasta
que finalmente en su corazón sólo quedó el recuerdo de la humillación de verse
unida a un hombre al que detestaba.
Reforzada en su decisión, Mariana llamó a la
doncella para que le preparara el baño, deseosa de borrar de su cuerpo las
huellas de lo que su esposo le había hecho la noche anterior.
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Peter entregó su sombrero, los guantes y la
fusta a Pablo a la vez que preguntaba:
-¿Dónde está mi esposa?
Era la hora de comer y aunque él se había
retrasado más de lo debido, esperaba que ella estuviera esperándolo.
La falta de respuesta por parte del criado y su expresión mortificada le hicieron fruncir el ceño.
La falta de respuesta por parte del criado y su expresión mortificada le hicieron fruncir el ceño.
-Pablo, ¿dónde está mi esposa? -esta vez su
palabras sonaron amenazadoramente lentas.
Pablo tragó saliva de forma visible y un
tanto exagerada antes de responder, sabía que la respuesta no agradaría en
absoluto a su señor y sentía tener que ser él el que le informara. En
situaciones como aquella era cuando deseaba no haber alcanzado un cargo de
tanta responsabilidad en la casa del marqués. Tomó aire y decidió acabar cuanto
antes, la mirada de su señor comenzaba a ser abrasiva.
-La señora marquesa se ha ido...
Continuará…
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